En memoria de aquellos que lo perdieron todo en el terremoto del 15 de Agosto del 2007. Ica-Perú.
“Y todo el cielo se iluminó en segundos, los pescadores contaron que habían visto cómo se abría una fosa en el mar y de allí salían unos rayos de luz hasta el cielo.” (2007)
Cap 1
Lo que queda de la niñez no es más que una versión perfeccionada de pequeñas epopeyas y experiencias concretas revueltas entre la memoria y la imaginación.
Después de diecisiete años sumida mi conciencia entre culpable martirio, me siento en compromiso de rescatar las memorias que aún no cruzan el delgado límite del olvido.
Antes de que sea demasiado tarde.
Cap 2
Deambulaba sin ánimo de llegar a ninguna parte. El distrito de Tambo de Mora demandaba un poco más de esfuerzo para reconstruir mentalmente lo que alguna vez fue mi vida entera. El aire seco entraba por mi nariz y mi pecho se llenaba de nostalgia angustiosa y salitre.
La ciudad de Chincha Alta era una mujer desconocida para mí. Recia e impávida, me invitaba a caminar con ella y así lo hice, extasiado, perdido entre sus calles… en un viaje interminable de casas, botes repletos de Muy Muy fresco y un cielo azul infinito.
Tomé la avenida principal desde el terminal de Soyuz hacia la Plaza de Armas, un trecho kilométrico de hierbas gigantescas que, al viento, amortiguaban el ruido de mis pasos y el severo barullo de mis recuerdos.
Si estas palmeras milenarias pudiesen hablar, ¿qué dirían? Hablarían de la vendimia, los auténticos festivales; hablarían de la madre cansada y de la avena fría en la orilla del zaguán, del aliento a guarapito dulce del tío Medardo y sus historias de agosto y de cómo de pronto nos convertíamos en seres invencibles. Seguro hablarían de Amaya y sus carreras detrás de los camiones de plátano y de sus rodillas enterradas en el fango. Hablarían de Amaya. Sí, hablarían de ella.
Un manto negro cubrió el puerto de Tambo de Mora, anduve tres horas bordeando el camino de la costa, tres horas que duelen y me llenan de ansiedad, no hay más. Es eso. La calma de las palmeras y la sosegada ausencia del pasado.
Me declaré perdido hasta reconocer una vieja calle que en épocas de lluvia solía desbordarse. Esta vez yacía tibio bajo mis pies un lívido pavimento gris que alguna vez recorrí descalzo sobre pilas interminables de escombros, fango y muerte.
Sabía perfectamente dónde estaba.
Cap 3
¡Es fin de mes! ¡Pagaron ya!, ¡Te invito a un chifita y luego alguito más!
- ¿Mario?, ¡Mario hazme el favor de apagar la televisión si no la estás viendo! – Juana molesta asomó su moreno rostro por detrás de la puerta de la cocina.
- ¡Ya, ya!
- Y ven pa’cá hijito, que se ha malogrado el ají, dígale al señor Antonio que le fíe uno o dos. Y toma, llévale esta estampita.
La mujer le entregó una bolsa de tela al niño y la correspondiente estampa de la Virgen del Rosario. Con la destreza de mujer chinchana le aplastó el pelo con la mano y le dio la bendición.
- Y dile a Amaya que venga, ¡que ya está bueno ya! – Dijo Juana, hirviendo el agua para el dulce de papaya.
- ¿Amaya? ¡Amaya! ¡Deja a la gallina en paz que no pone huevos! – dijo el niño, guardando la bolsa de tela en el bolsillo.
Una frenética gallina que se había escapado del corral corría levantando tierra alrededor de Mario y Amaya.
- ¡Está loca la gallinita Mario! – Dijo la niña regordeta embarrada entre la paja y la arena.
- ¡Por las puras te ensucias! ¡Anda pa’dentro ya! y límpiate la ñanga Amaya, ¡Que te llama mamá!
Recogió la estampita del suelo, picoteada ya por la gallina. Cerró la puerta del patio y sacudiéndose la tierra del pantalón volvió a gritar.
- ¡Ma! ¿Ají panca?
- ¡Lo que encuentres papito!
La Plaza de Armas lucía encantadora, el mercado estaba recogiendo las últimas reservas de papa amarilla, y el olor a dulce de camote y melcocha impregnaban la cuadra.
Se estaba bien allí afuera, la temperatura iba bajando al preludio lunar y el ruido de las combis y moto taxis no hacían más que acompañar a la gran orquesta callejera.
El señor Antonio vivía a siete cuadras de la Plaza de Armas, en una humilde casa de adobe a medio construir, toda su fortuna consistía en las mejores cosechas de plátano de Chincha Alta y se enorgullecía por ello. ‘’Este es el plátano más bonito que he cosechado’’ le decía a cada cliente que preguntaba por los plátanos de Don Antonio.
Emplazados en seis canastas verdes, los ajíes amarillo, rojo, naranja, verde, rocoto, pimentón y ají panca le otorgaban algo de color al oscuro cuarto. Un perro entró aullando a la tienda.
- ¡Vaaaisse Vaissse pa’llá! ¡zape! Dijo el señor Antonio al ver al susodicho tumbar un taburete con la frenética cola.
(…)sí, ¿no has visto nadie tan feo como yo? – Preguntó Raúl Romero a uno de los participantes.
- Bueno sí, he visto un par de cosaj’ahí pero…la verdad que nunca…
Como si de una carga eléctrica se tratase, la gente del local salió disparada. Con una fuerza descomunal el suelo empezó a sacudirse. El niño con la bolsa en la mano salió despedido hacia el suelo mientras un zumbido ensordecedor se apoderó de la calle.
- Cuidado, cuidado, los del público en orden…
De un chasquido el pueblo quedó a oscuras.
Eran las seis y cuarenta de la tarde cuando las columnas de la bodega del señor Antonio se desplomaron sin piedad alguna. El caos reinaba en todos lados mientras que las bocinas de los moto taxistas se unían a los gritos de desesperación, el zumbido jugaba en contrapunto con gente de izquierda a derecha, gente de derecha a izquierda, gente cubierta de blanco y de negro, gente que llora y gente que intenta llorar.
No había rastro de Don Antonio, ni de sus seis canastas de colores.
El cielo titilaba de una manera sorprendente. ¿Qué podía ser todo aquello?
El pánico se había apoderado de las calles, no había pájaros en el cielo, ni gallinas, ni luz, ni bomberos, no había más que un lío de madrugada y escombros, ya no olía a dulce camote sino a polvillo y espanto, olor a miedo.
Pasaron horas para que los gritos fueran acallados con más gritos y el silencio resignado de los difuntos todavía presenciase el espectáculo bajo los escombros, a oscuras, donde ya nada tiembla. Nadie duerme.
Corrí a casa, corrí a buscar a mi madre y a Amaya, corrí contra todo mal, en esas condiciones era imposible moverse.
No encontré a mi madre.
Mi hermana estaba bajo una pila de escombros que fui retirando, los nervios, el miedo, el horror.
- ¿Amaya?, Amaya…
Cap 4
- Un cortado, amigo
- Claro que sí compare, ¿algo más?
Silencio.
- ¿Lo recuerda? - Le pregunté, señalándole con la parte trasera de la pluma, un viejo recorte de El Comercio.
El hombre mira el retazo de papel gastado con aprensión y le cambia el aura. Rondaba entre los treinta años. No quiere mirar al otro y vuelve a dudar. Mira hacia la puerta, como enmudecido. Coloca el papel sobre la mesa y un guiño de tristeza se asomó por fin entre sus pobladas cejas.
Poco a poco iba vaciándose el bar, un viejo borracho en la esquina despotricaba contra una frenética tragaperras mientras un perro mendigo le lamía las migajas de pan del pantalón.
- No lo he visto por aquí – dijo. Dejó el cortado sobre la mesa y prosiguió- ¿De visita?
- Podría decirse, sí… me fui a Lima cuando tenia quince. Luego de…
-Era un chibolo cuando eso- interrumpió el hombre, señalando con la quijada el trozo de papel que tenía en las manos - Estaba jugando una pichanga con mis patas en patio del cole- Silencio. Dudó unos segundos antes de seguir –Volví corriendo a la bodega y no había nada, busqué al viejo por dos días y medio hasta que apareció mi madre supuestamente en un refugio. Me llamaron pa’ que fuera a verla y no era. Se lo juro que no era. Es que eso era gente pa’quí y pa’llá…
…Se le cayó la bodega encima al viejo. La viejita me duró unos días nomás, estaba hasta las patas.
- Lo siento.
- Descuide compare, lo mismo era, con los otros damnificados del San Martín.
Se me encogió el estómago.
- ¿El San Martín de La Vaguada? Estuve ahí por seis meses.
- Usté’ y medio Chincha compare, solo que usté tuvo suerte. Algunos tuvimos pa’ rato.
El hombre se sentó en la mesa. La charla se extendió hasta que el himno de las doce hubo retumbado en los altavoces del bar. Marcelo se llamaba, su padre era nada menos que Don Antonio el de los plátanos, Don Antonio y sus canastas de colores, Don Antonio, pobre hombre.
Marcelo apagó las luces del local, vacío ya, cogió las llaves y se acercó con ademán de despedirse. Tenía una mano gruesa, seca, callosa. Propia del trabajo duro. Estirpe ancestral.
- Compare una cosa más ¿Por qué lo hace?
- ¿Por qué hago qué?
- Recordar, acá ya no se habla de-so, eso es malo, déjelo ya, que la virgen del rosario nos tiene bien vigilados. Vaya a ver un buen zapateo en la plaza, tómese un pisco. Olvídelo.
Sonreí.
- Mañana fijo que caigo en la plaza- le dije-
Adiós Marcelo, que le vaya bien.
- Chao compare, mucha suerte en todo lo que haga, acá rezaremos por usté.
Me di la vuelta y seguí caminando por la avenida, pero esta vez lucía diferente, las casas ya no olían a muerte, la pintura ya no se desconchaba, el aire era aire.
De una de las casas de la esquina se asomó una niña, con unos pantaloncitos blancos y la piel muy oscura. Se puso delante del porche de la entrada.
Me miraba.
Vino corriendo hacia mí, cada vez más y más rápido. Me rodeó con sus brazos morenos.
Sentí sus mejillas arder contra mi cuello.
- Te cortaste el pelo –le dije, con lágrimas en los ojos.
- Adios, Mario.
Cap 5
Le di un beso y la dejé ir. La miré serpentear arrastrando su sombra con esfuerzo. Perderse entre la multitud de calles, como un destello de luz.
Al fondo estaría el parque.
La feria de La Vaguada.
La casa de mis tíos frente a La Vaguada.
La famosa perra Laika que se murió cuando yo aún estaba en el colegio.
El colegio San Martín y sus patios inmensos.
El patio de Doña Cecilia y sus jardines de totora y llantén.
La percusión diminuta del horno antes de zambullirnos en el dulce de papaya.
Amaya en mis brazos, diminuta y pálida.
Amaya fría y marchita.
El calambre en mis brazos.
Amaya extinta y difusa.
Amaya y sus rodillas en el barro.
Y sus caderas en el barro.
Y mis manos en el barro.
Y su cabello, entre el barro.
Y mi vida, bajo el barro.
Sujeté el manuscrito que había estado trabajando estos días, se fueron poco a poco derramando las palabras entre mis dedos, al suelo, entre las vigas, entre las piedras, entre el desierto y el mar. Retornaban las palabras a la tierra fértil, a su origen.
Para empezar de nuevo.
Hablarían de Amaya y de sus carreras detrás del camión de plátano. De su mejilla ardiente en mi cuello. Estas palabras responderían quizás, el por qué de su partida.
Hablarían de Amaya, desde luego hablarían de ella.
Fin.